Doscientos años después, la Sirenita volvió a pisar tierra firme para lograr un alma inmortal. Tenía en mente todos los errores que había cometido la otra vez y que H. C. Andersen se había ocupado de divulgar a los cuatro vientos. El escritor danés se había hecho un nombre con su historia, y todo lo que había logrado ella era una estatua que apenas medía un metro en un rinconcito de Copenhague. En adelante, la situación sólo podía mejorar.
Aprovechó la oscuridad para salir otra vez a la superficie con sus piernas nuevas, habiendo entregado otra vez la melena y la voz a la vieja Hechicera de los Abismos. Sacó su nueva guía de Copenhague y empezó a andar en dirección a Amalienborg, el Palacio Real. Esta vez el Príncipe no se le escaparía.
A la altura de los jardines del Tívoli, vio una bicicleta solitaria a gran velocidad. Quien lo conducía gritaba apurado y, finalmente, al poner el pie en el suelo en un intento de frenar, se cayó aparatosamente en medio de la calzada. Nadie más que ella vio el accidente. La Sirenita corrió a socorrer el ciclista. Su sorpresa fue mayúscula: doscientos años después, su príncipe iba en bicicleta.
Llamó a los servicios de emergencia y lo acompañó al hospital. Esta vez procuró que su príncipe viera que era ella quien lo había salvado e intercambiaron teléfonos. Lo visitaba con frecuencia mientras estuvo lesionado. Descubrió que era estudiante de dirección coral y orquestral, y que dirigía un coro de jóvenes. ¡Un coro! ¡Cantar! La Sirenita tenía la voz más hermosa del fondo del mar. Pero se la había tenido que dar en pago a la bruja para volver a cambiar cola de pescado por piernas. No obstante, había logrado no quedarse muda, consiguiendo una voz menos armoniosa, pero voz al fin y al cabo. La Sirenita le habló de su interés por cantar y él la invitó a una prueba en el coro. “Necesitamos contraltos, y tú tienes un timbre de voz que podría ser adecuado. Si afinas bien y lees un poco de música...”
Contraltos. La Sirenita disimuló su frustración. Las contraltos, en el fondo del mar, eran las segundonas, las que tenían voz menos brillante, las que se lucían menos, las que cantaban las partes más desagradecidas y aburridas. Ningún compositor o arreglista, ni en el fondo del mar, ni en superficie, se molestaba en escribir algo interesante para las contraltos. Y ahora era todo lo que su príncipe le ofrecía: ser contralto.
No obstante, por ver cumplido su sueño, estar cerca del príncipe, y que él a su vez se diera cuenta de que ella era la mujer por quien dejaría padre y madre y a quien se uniría, entró en el coro y se puso junto a las contraltos. Por la promesa de este sueño cantó partes insípidas, sostuvo la nota del acorde menos interesante, luchó con armonías imposibles, y se hizo un sitio entre las sufridas contraltos. De vez en cuando el príncipe la miraba con agradecimiento, le daba las gracias. “Eres la mejor de las contralto”, y la besaba en la frente. A veces compartían un smørrebrød en una cafetería al lado del canal, y hablaban horas y horas de música, de arte, de mil cosas. Su príncipe la hacía reír, y eso la colmaba de felicidad. Pero para lograr la inmortalidad del alma no era suficiente con compartir smørrebrød y darse besitos en la frente. Lo de dejar padre y madre ya lo había logrado el chico tiempo atrás, mudándose a un apartamento con vista a los canales, donde los libros no dejaban espacio para poner orden. Pero lo de unirse a alguien y dejar su vida de horarios libres, bicicleta y vida social hiperactiva, presentía la Sirenita que iría para largo. Pero ella esperaría.